Hoy es día de los abuelos, y para quien ya no los tenemos con nosotros recordarlos es vivir nuevamente estos bellos momentos que pasamos en sus casas.
Los abuelitos son esos seres queridos y consentidores que siempre nos daba gusto visitarles, sabiendo que siempre éramos bienvenidos.
En esta primera parte hablaré un poco de mi abuelita materna, mi abue Aurelia.
Cuando éramos pequeños, sabedores de que ellas siempre tenían tiempo y paciencia para nosotros, llegábamos a hacer travesuras, a jugar en las recámaras, a comer de aquello que ellas habían creado y que habían enseñado a nuestras madres a cocinar. A escuchar de alguna anécdota a ver la tele sintiéndose acompañado y por qué no, hasta a escuchar algún regaño o consejo en su debido momento.
Recuerdo la casa de mi Abuelita Aurelia, como una casa grande, una casa que recorríamos de arriba abajo con lo que para mí era un enorme pasillo y aquel jardín trasero de donde me podía robar algunas fresas y ver por ahí jugar a “lencha”, una tortuga que tenía años en esa casa caminado por cualquier lado sin temor alguno.
Recuerdo aquella casa a donde llegaba el niño Dios con sus juguetes en Navidad, recuerdo aquella casa que fue testigo muchísimas fiestas en familia, donde fuimos creciendo todos los nietos, y donde en algún momento, me reía como loco de ver como todos los chiquillos gritábamos y jugábamos en las múltiples recámaras que tenía aquella que yo veía como una casota, mientras que nuestros padres y tíos reían y convivían en el comedor en la sala, cada loco con su tema, pensaba yo.
Crecimos durmiendo en “la cueva” cuando nos quedábamos ahí. Esa era nuestra habitación preferida.
Poco a poco fuimos viendo como aquellas fiestas ahora eran más grandes, ya habíamos crecido y nuevos integrantes iban llegando al seno familiar. Y mi Abue, ahí seguía, fuerte y firme como siempre la he de recordar.
Pero como todo en la vida, el tiempo pasa y él nunca se detiene… Sin embargo, y a pesar de estar lejos, siempre que regresaba a mi natal capital nayarita, era visita obligada llegar a casa de mi abue, una casa ahora más chica donde ya no tuviera que desplazarse tanto, pero eso sí, siempre un cálido hogar, limpio y bien cuidado y donde el aroma de un rico guiso siempre se hizo presente.
Y es que tuve la dicha de haberme criado en un hogar donde la comida era tan deliciosa, que imagínense si así cocinaba de rico mi madre, cuan sabroso no sería en casa de la abuela, quien fue la verdadera maestra.
Hoy te recuerdo con cariño Abuelita Aurelia y te guardo siempre en mi recuerdo y en mi corazón.
Ahora, les hablaré de mi abuelita paterna, mi abuelita Paula.
Mi abuelita Paula, vivía en una casa enorme donde se combinaba el olor a comida y el olor a magnolia. La cocina, no era muy grande pero tenía unas cazuelas de barro que yo veía enormes, siempre había una cazuela con sopa de arroz (muy posiblemente la más rica que haya yo probado en la vida) y otra con frijoles refritos, de esos que me daban permiso para poder menear con la cuchara grande de peltre. Ahí se comía y se comía bien. Recuerdo que a la hora de la comida siempre había mucha gente, entre mis primos, mis tíos y alguno que otro agregado, siempre había mucha gente.
Siempre nos recibían con una fresca agua de limón o de lima, de los árboles de la misma casa, servida en un vaso de aluminio de colores que a mí me gustaba tanto ver y morder. En esa casa había un corral grande con gallinas, árboles frutales y una gran tinaja, donde cuando hacía mucho calor nos dejaban bañarnos dentro.
El segundo patio, prohibido para nosotros, siempre era un misterio, ya que no nos dejaban pasar, y mis primos, mayores que nosotros, siempre nos contaban historias medio raras al respecto todo para mantenernos alejados de ahí. Pero en alguna ocasión, mi abuelita Paula, dio la orden de que se limpiara esa parte del corral, y fue cuando pudimos pasar. Para mi hermana Cristy y para mí, fue muy divertido el poder pasar al segundo corral, y descubrir un lugar plano, lleno de árboles y con un columpio hecho con una madera que colgaba de una rama de un árbol, y de otro que estaba hecho de una llanta colgada sobre la rama de otro árbol. Nada más divertido para nosotros a esa edad.
Ahí, en casa de mi abuelita paterna, podíamos pasar horas haciendo vagancias y jugando en el corral.
Si llegabas por la tarde, no era extraño, ver a mi abuelita sentada en su equipal de mecedora viendo una enorme televisión de bulbos, que se encendía con el pie mediante un regulador “zonda”, con su costura en mano, ya que siempre la recuerdo bordando sus mantelitos.
La vida en casa de los abuelos, era distinta a la de los padres, había un cariño permisivo, había tolerancia, había mucho calor de familia. A mi abuelo paterno, lo conocí y conviví poco antes de que el muriera, pero lo que recuerdo de él, es que era una persona muy cariñosa con nosotros, recuerdo que nos compraba los famosos pingüinos en la tienda de las Lara y a él también le gustaban esos pastelitos, nunca lo vi molesto y siempre lo recordaré con un gesto amable y sonriente. Hoy los recuerdo a ambos con cariño y su recuerdo vive en mi corazón.
Si aun tienes a tus abuelitos, llámales el día de hoy, y has de su día un día especial.